Nunca fui un rock star, pero al menos lo intenté. La prueba es que tocaba la guitarra, iba al frente y cantaba, y además tenía un stage name, me hacía llamar Neptuno. Hugo Echavarría, el batero de la banda, solo respondía cuando alguien lo llamaba “Blackie Maxwell...” Ni siquiera si le decían “Blackie” volteaba a mirar. Tenían que decirle “Blackie Maxwell” completo, y entonces cambiaba la cara de punketo por un segundo, soltaba una sonrisa y saludaba. Carlos Piedrahita, el bajista, se auto denominó “Fórnico Castro”. A él si le podíamos decir por el primer nombre—o por el apellido. Yo en cambio nunca quise complicarme con nombres compuestos.
Lo que tengo que confesar hoy es que lo de ponernos stage names no surgió por querer parecer rock stars, sino como consecuencia de algo más simple, que era justificar salir al escenario sin camisa. En esa época nadie más salía a tocar descamisado, y los tres decidimos hacerlo porque nos pareció fresco, acorde con la energía
de la banda, con la idea de movernos por todo en el escenario, con que cada ensayo y cada presentación fueran como ir al gimnasio.
Así que partiendo de los stage names, creamos unos personajes y enmarcamos nuestros torsos desnudos como parte de sus figuras. Para un momento, los tres nos pusimos de acuerdo en que lo de la banda no se iba a tratar solo de ejecución o de composición, sino que también había que pensar en la puesta en escena, y para eso
pasábamos horas caminando y sacando ideas. Por ejemplo, ese concepto de salir topless lo desarrollamos soñando despiertos, caminando por aquí por el barrio. Es que gran parte de ser rockstar es soñarlo, imaginarse cómo va a ser el próximo show, el próximo disco, con qué va uno a sorprender... Así no la pasábamos caminando por ahí y pensando, o simplemente en la casa de Blackie leyendo y releyendo revistas Metal Hammer, viendo Headbangers Ball grabado en cintas VHS y hasta ojeando las revistas Fifteen de la hermanita menor. Cualquier cosa que sirviera de inspiración.
En esa época trabajábamos en la banda todos los días. De lunes a jueves en las mañanas, pensábamos y ejecutábamos estrategias para los shows; en las tardes ensayábamos, mínimo hasta las diez de la noche. A partir del viernes, nos salíamos a tocar sets largos en donde nos dejaran, pagaran o no... Dos o hasta cuatro lugares en la misma noche, que muchas veces hasta podían ser la casa de alguien. En cuestión de un par de años, de tocar para 20, 30 ó 50 personas pasamos sin darnos cuenta a auditorios de 200, 300 personas. Y eso en los 90’s en Bogotá, era mucho que decir, porque con esa proliferación de bandas que había, pues también había muchos shows, y la gente tenía que decidir a que banda ver, porque la verdad había muchas opciones y muy buenas: bandas de heavy, industrial, alternativo, punk, death, power metal... de todo.
Pero claro, nosotros la pegamos porque la formula estaba cerrada: un power trio que se toma el asunto en serio, que suena pesado, apretado, fuerte, sincronizado, como si fuera una aplanadora de cemento. La gente nos fue conociendo y siguiendo, hasta que llegamos al punto en que nuestros “YO” verdaderos se convirtieron en esos personajes que éramos sobre el escenario. Y bueno... el asunto iba de maravilla hasta que Blackie y Fórnico dejaron de soñar con ser rockstars, se cortaron el pelo y volvieron a ser simplemente Hugo y Carlos. El primero que cayó fue Hugo, y todo porque se casó y la esposa lo convenció de dejar la música, y lo hizo buscarse un trabajo de nueve a cinco que pagara las cuentas.